El desnudo como no-espectáculo
Rafael Grillo • La Habana


Jocoso, el periodista que le entrevistara para El Mundo, de España, le llamó “El hombre que más gente desnuda ha visto en la historia de la Humanidad” y le preguntó luego si se había posado sin ropa alguna vez o era demasiado pudoroso para hacerlo. Spencer Tunick le contestó que sí, que lo había hecho para una amiga fotógrafa, con la intención de que fuera algo conceptual, pero no había funcionado. “He fracasado con mi propio retrato”, confiesa. Sin embargo, sus “instalaciones humanas”, así llama a las inmensas alfombras de cuerpos al cuero vivo que ha tendido sobre Roma, Glasgow, Melbourne, Santiago de Chile, Barcelona, Buffalo, Sao Paulo para testimoniarlas con el lente, le han “hecho mucho más real la vida”.

Acudir a la muestra fotográfica de Tunick que pasa ahora por el Centro Wilfredo Lam, en el marco de la Novena Bienal de La Habana, es una oportunidad excepcional para entender esta contradicción íntima del artista, y también para que cualquiera responda a sus interrogantes individuales ante la contemplación de la desnudez propia ante el espejo.

Basta que no nos dejemos maravillar por el hecho insólito de que tantas personas, de tantos países, con sus diferencias culturales y religiosas acudieran a las convocatorias para desnudarse en público, apilarse junto a un montón de gente desconocida y dejarse fotografiar. Basta que no nos encandilemos con la grandiosidad de las composiciones y la agudeza del ángulo, o el talento de Tunick para escoger locaciones o acomodar los cuerpos en una postura intencionada.

Es necesario igualmente que no nos detengamos en el sobrecogimiento estético ante la tupida masa de pálidas pieles que bordea la orilla de un río en Melbourne simulando un interminable arenal. Es necesario que no nos quedemos en el reconocimiento de la intención conceptual que llevó al artista a armar su conglomerado de pieles humanas sobre una explanada que conduce a la entrada del Museu Nacional d'Art de Catalunya.

Todas esas impresiones nos darían múltiples y posibles lecturas de la exposición de Tunick. Pero la que quiero proponer nos conduce al interior de Tunick y al interior de nosotros mismos, a comprender por qué Tunick ha rechazado toda comparación de sus mosaicos desnudos con el amontonamiento de los cadáveres en las fotos de los campos de exterminio nazis, y como réplica dice que su trabajo “es un elogio a la vida”, donde “el cuerpo representa la belleza, el amor y la paz”, que “si el ser humano aún teme su desnudez, cómo va a cambiar la sociedad”; a comprender por qué cada uno de los espectadores, cuando estamos ante su obra, deslindamos bien que no se trata de pornografía, ni siquiera de una invitación erótica y, al igual que Tunick, sentimos de pronto más real la vida, la nuestra y la de los demás, y hallamos el sentido verdadero de la desnudez humana.

Para ello basta entonces que sí nos detengamos en lo que sentimos ante esas fotografías, en un arranque de introspección. O que nos distanciemos de la pose del esteta ante la obra de arte, y dejemos de contemplar las fotos para observar la reacción del público ante lo que se exhibe en las paredes.

Estoy seguro que en ese momento nos será difícil encontrar en uno mismo y en el rostro de los otros el despertar del voyeur auténtico, del que engulle con fruición el cuerpo ajeno mediante la mirada prohibida, el placer oscuro de quien degusta un fruto que hurta, que no le fuera cedido voluntariamente. Tampoco sentiremos el reconocimiento sensual del “cuerpo-espectáculo”, de la Belleza-Icono, aquel manjar que se coloca sobre la página incomible de una revista o el fotograma de un filme, próximo y distante anticipo de goces reservados para la tierra del Más Allá de la imaginación o para los Dioses del Poder y la Fama, o la tentación para el sexo en solitario.

Porque la cita con Spencer Tunick es con el desnudo como no-espectáculo. O al menos no con la imagen sacralizada del cuerpo apetecible, el eidos fabricado para el consumo por la “sociedad del espectáculo”, el cuerpo único, la coagulación de Eros que engullen las “grandes masas”. Y no es que acuda el estadounidense, como han hecho otros, a enarbolar su contrario, a buscar una estética de la fealdad; él responde con una refundación de la belleza: aquella que emerge del grupo, de “la formación de un nuevo panorama visual” a partir de la acumulación de desnudos humanos.

Tunick ha dicho que su obra trata de la vulnerabilidad de estar desnudo y cómo eso contrasta con el anonimato de los espacios públicos. De entrada pudiera creerse que él, como tantos, quiere llamar la atención sobre las dramáticas consecuencias que trae al hombre contemporáneo la disolución de las fronteras entre lo público y lo privado. Que sus instalaciones humanas aspiran a presentarnos la desnudez íntima del ser invadida por la presencia del Otro.

Pero presumo que Tunick busca lograr algo más con su multitudinario gesto performático: Que la intimidad del ser al desnudo, la soledad absoluta del yo, encuentre otra soledad en que apoyarse. Que la desnudez de un individuo encuentre su justificación y su sentido en la desnudez del Otro. Donde el prójimo no sea pantalla —el como si de esta realidad que han llamado “del simulacro”— si no su alter justo, su espejo. Que el desamparo del Uno ceda ante la fuerza del Nosotros.

Visto así, se explica el entusiasmo que generan sus reclutamientos a través de Internet. Y que en un país de fuerte vocación católica como Chile lograra reunir hasta 4000 personas. Un participante de sus convocatorias en pelotas dijo “que ponen de relieve la inocencia del ser humano cuando está completamente desnudo”; y otro que “en el momento de quitarnos la ropa hubo buenas vibraciones, una energía positiva en toda la gente que participó, me sentía liberado”. Como si se echara por tierra el mito de una Libertad individual y acabara por aceptarse que la posibilidad de la liberación tuviera que compartirse con los demás.

Y no pocas exclamaciones se han escuchado por estos días, salidas de pintores, fotógrafos, especialistas, críticos y periodistas, pero también de simples espectadores, de mucha gente común, dispuestos a incluirse en la sesión de fotos si Spencer Tunick incluyera a La Habana alguna vez en su itinerario cosmopolita.

Porque, en definitiva, el hombre no ha dejado de ser un animal gregario. Y cuando se apaga la hoguera común que alivia las noches de la horda —esa ausencia de un ideal de unión que tanto se echa en falta en la realidad de estos tiempos—, sigue siendo la piel desnuda del otro el mejor abrigo contra el frío y el miedo a las bestias.

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